Encuentro extraño
sobre el río Sena




Tanto habló de la familia, que los niños aprendieron a organizarle visitas imaginarias con seres que no solo habían muerto desde hacía tiempo, sino que habían existido en épocas distintas.

Gabriel García Márquez

Muchos años después, cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sobre el Sena, en París, había de recordar aquella noche remota en que sentí los pasos de un hombre mayor y me entregó, en el instante en que nos cruzamos, un paquete que sería, ahora lo sé, la solución a mis penurias. “No lo abras”, dijo con su rostro óseo y pálido, “hasta que no puedas con el hambre; de lo contrario, pagarás por toda la eternidad el atrevimiento”. Lo soltó con tal certeza que a mí no me cupo la menor duda de que debía acatar el encargo hasta sus últimas consecuencias. Reconozco que la tentación asedió durante quince o diecisiete años, hasta el momento en que no pude más y tomé la decisión de abrirlo.
Una de mis grandes influencias, todo mundo lo sabe, fue mi abuela, Tranquilina Iguarán. Ahora que se cumplen mi ochenta aniversario, cuarenta de la publicación de Cien años de soledad y veinticinco de la entrega del premio Nobel, puedo confesar que aún conservo dentro de mí los más profundos miedos a la noche, no porque le tema en sí misma, sino porque ahí es donde acontecen las transposiciones de la realidad, de las que mi abuela me hablaba muy a menudo. Me mostró lo que había entre vivos y muertos viviéndolo como una misma cosa. Yo he definido esta realidad como una transposición poética. Las personas creían que ella conversaba con los difuntos; esto hubiera sido mentira, sino fuera porque una noche descubrí, entre tinieblas, siendo un niño, esas voces y rostros indefinidos que habrían de perseguirme por el resto de mi vida. Me creó no un temor, sino la más grande de las soledades, pues las obcecaciones de mi abuela me enseñaron un mundo que muy pocos serían capaces de asimilar y de sentir. No logro precisarlo del todo, aquella congoja tenía su génesis, y es que en las noches se materializaban todas las fantasías, presagios y evocaciones de mi abuela. Nunca pensé que estuviera loca. La veía ir y venir por un universo sobrenatural que me permitía ver, nunca atravesar. De día la otra realidad de mi abuela me resultaba grandiosa; en las noches volvían la soledad y la zozobra porque no tenía acceso a eso que parecía serle natural.
Así empecé a escribir de día para tener posibilidades de cruzar el umbral de mi abuela desde el mío. Fue de casualidad, quizá al principio sólo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores: caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y en la otra trampa de que nada me gustaba más que escribir. Los primeros escritos fueron apresurados, más impacientes por la aceptación de otros que por hacer algo importante. Tal vez por eso incursioné en la poesía, la mala poesía, para darme valor ante el mundo que vivíamos. No duró mucho el proceso. Pronto me vi necesitado de decir cosas que en los versos resultaba imposible. Comencé a escribir novela, para comprender por qué Franz Kafka era capaz de contar el mundo como lo hacía mi abuela. En La metamorfosis me quedó muy claro que uno podía trasponer la realidad con las palabras. Pero no es tan sencillo, las palabras no siempre cumplen su función y a veces no nos conducen a buen puerto, aunque es verdad que son capaces de afectar la vida de muchos, según el ambiente en que se emitan o se escriban. Cuando decidí dar los pasos para mi primera novela, la idea provino de esa imagen (todos mis escritos provienen de una imagen), donde uno puede trastocar y decir las cosas del mundo.
Habían de pasar algunos años más para que ese primer libro, La hojarasca, saliera a la luz pública. Tuve que editarlo por mi cuenta porque las editoriales se negaron a publicarla, arguyendo con compasión que debía ocuparme de otra cosa. Trabajé en varios periódicos. El Heraldo y El Espectador son dos de mis más nostálgicos laboratorios, aunque de ese periodo utilizo el periodismo sólo como una forma de contar la realidad cotidiana; por ejemplo, para escribir la primera frase de una novela, que es donde está el germen de lo porvenir de la historia.
A estas alturas de mi vida estoy convencido de que debí escribir el libro de la soledad, como me sugirieron alguna vez. En realidad los libros que escribimos son uno solo, aunque en diferentes tomos. Y justamente la soledad que me fue revelada en esas noches de congoja con mi abuela me persigue como la fiera a su presa. Ahora que publican Cien años de soledad en una edición especial de un millón de ejemplares, corregida, avalada y analizada por todas las academias de la lengua española, no puedo sino sonreír de mi fortuna y de mi desgracia, pues aún conservo en la memoria el pasaje donde aquel hombre de chaqueta oscura, con las manos en los bolsillos, el cabello alborotado, casi llorando, me entregó el paquete que traía bajo el brazo y que aún mantengo bajo llave desde siempre y para siempre.
A principios de los años ochenta del siglo xx, Plinio Apuleyo Mendoza me hizo una entrevista que jamás olvidaré, no tanto por la carga de vanidad que conllevó, sino por la premura de que descubriera la verdad acerca de mi repentino éxito. En mi cabeza revolotean sus preguntas como dardos intentando dar en el blanco. Recuerdo que evadí cuando me preguntó si no me intrigaba el éxito de Cien años, y contesté que no me interesaba saber el secreto de por qué se vendía en todas partes como salchichas calientes. Es un peligro que no estoy muy seguro de querer contar; pero lo haré, hay que vivir para decirlo, aunque no lo haya escrito en mi autobiografía.
Ahora, muchos años después de que aquel hombre me entregara ese paquete, trato de entender el resultado. A veces me pregunto si las cosas hubieran sido las mismas si no lo hubiera recibido. Lo cierto es que pasaron cosas extraordinarias desde que vi por primera vez de qué se trataba. Debieron transcurrir casi diecisiete años para llegar a ese punto, pues fue justamente una situación de mucha hambre la que me empujó a abrirlo. No lo había hecho porque sentía de algún modo que mi abuela estaba detrás del asunto, pues aquel anciano del puente parecía salido de uno de sus relatos de universos sobrenaturales. Mi miedo era que por las noches apareciera en cualquier rincón del mundo, no importando dónde o quién estuviera.
Recuerdo perfectamente cuando le dije a Mercedes, mi mujer, que debíamos ir a Acapulco para bajar las tensiones y dejar de pensar en nuestras necesidades apremiantes. Ella, como Úrsula Iguarán a José Arcadio Buendía, trató de disuadirme sin mucho éxito, alegando que no teníamos dinero para hacer un viaje ni corto ni largo; al final nos enfilamos a la carretera con nuestros hijos. Durante el trayecto pensé en lo que nos acontecía, en que ya no teníamos para vivir, en que mis libros se iban al carajo porque ninguno alcanzaba ventas que nos permitieran vivir de modo decente. ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Por qué? Tampoco ocurrió nada con Los funerales de la Mamá Grande. Ya tenía cuatro libros que no provocaban ningún cambio. Hasta antes de la decisión de Acapulco, cuatro años, cuando viví en Nueva York como corresponsal de Prensa Latina, gracias al director de la agencia, Jorge Ricardo Masetti. En ese tiempo yo continuaba trabajando de día como reportero y de noche escribiendo en el hotel. Y vaya que fueron épocas difíciles. Los exiliados cubanos de Nueva York me amenazaban por teléfono, recordándome que tenía una esposa y niños a quienes podía ocurrirles algo. Por eso, en previsión de cualquier ataque, escribía con una varilla de hierro al lado, por cualquier cosa. Luego vino la caída de Ricardo y todos renunciamos por solidaridad con él. Me quedé en Nueva York sin empleo y sin pasaje de regreso. No sé cómo, tal vez por ser más fácil y estar más cerca, me vine a México, en autobús y con cien dólares por todo capital. Aquí obtuve mi primer empleo como redactor en una revista femenina. Para ese momento la situación era tan precaria, que tenía la suela del zapato desprendida. No se me olvida que el propietario de la publicación, admirable productor de cine, me citó en un bar. Llegué antes que él y me fui después que él, para que no se diera cuenta de mi zapato descosido. Estaba en la misma situación que cuando comencé a escribir mi primer libro, ahora con una esposa y dos hijos.
Íbamos a Acapulco, en enero de 1965, a descansar y preocuparnos por otras cosas. A la altura de Cuernavaca comencé a recordar al hombre del puente, el modo en que apareció y desapareció, el paquete que me había entregado. Cruzó por mi cabeza la imagen de mi abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, cuando me llevó a conocer un dromedario en el circo; y otro día, cuando le dije que no había visto el hielo: me llevó al campamento de la compañía bananera y ordenó abrir una caja de pargos congelados para que pudiera meter la mano. Ese recuerdo glacial me hizo reaccionar: tarde o temprano terminaríamos pareciéndonos a esos pargos si no hacía algo urgente, mi familia dependía de mí. Así que detuve el coche, soltando una frase que Mercedes todavía pregunta por qué la dije: “Al diablo con ese cabrón, hasta el automóvil tiene hambre.” Di la vuelta, nos regresamos a la ciudad de México. Mis amigos conocen toda la cantidad de locuras de ese estilo que Mercedes me ha aguantado. Sin ella no habría llegado a ninguna parte: se hizo cargo de la situación. El automóvil en que íbamos a Acapulco lo empeñé y le di la plata calculando que nos alcanzaría para vivir unos seis meses. Duré año y medio metido en el libro que me habían dado. Cuando el dinero se acabó, no dijo nada. Logró, no sé cómo, que el carnicero le fiara la carne, el panadero, el pan y que el dueño del apartamento nos esperara nueve pagos de alquiler. Se ocupó de todo sin que yo lo supiera: inclusive de traerme cada cierto tiempo quinientas hojas de papel. Nunca faltaron aquellas quinientas hojas. Fue ella la que puso el manuscrito a principios de agosto de 1966; Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de casi seiscientas cuartillas escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: “Son ochenta y dos pesos.” Mi mujer contó los billetes y las monedas sueltas que quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: “Sólo tenemos cincuenta y tres.” Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla.
No dejé que nada interrumpiera. Abrí el paquete con cuidado, con el sobresalto en la garganta y con la emoción de conocer finalmente lo que había adentro. Era un fajo grande de hojas amarillas, con un texto cuidadosamente escrito a mano. Decía: Cien años de soledad. Lo hojeé durante un rato y pude percatarme de que se trataba de una novela. La primera frase fue demoledora porque me hizo pensar que aquel hombre debía conocerme de algún lado, pues parecía sacada de mis más profundos recuerdos: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” El personaje del coronel Aureliano Buendía lo había inventado en mi primera novela y ahora aparecía aquí, en un mamotreto de quinientos noventa cuartillas, escrito a mano quién sabe por quién. Di vueltas en el cuarto, observando, de lejos y de cerca, la novela que estaba frente a mí. Me senté en el suelo. A mi cabeza vinieron en tropel las imágenes del hombre en el puente y la única frase que dijo antes de desaparecer: “No lo abras, hasta que no puedas con el hambre; de lo contrario, pagarás por toda la eternidad el atrevimiento.” Y sí, el hambre estaba en la puerta de mi casa, en la sala, en la recámara, en los estómagos. Aquello debía ser un regalo, si no entonces ¿para qué me lo dio? Ese hombre sabía de algún modo que el libro me sacaría de apuros. Lo leí en dos noches. Toda la historia hacía referencias a mi familia, a mis locuras, a mis andanzas, a mis amigos. Estaba narrada como platicaba mi abuela. Usarla para mi conveniencia podía ser un riesgo, podían acusarme de plagio. ¿Quién no me decía que aquel hombre podía aparecer algún día alegando que era de él y que yo me había aprovechado de la situación por las similitudes?
Estuve varias semanas meditando que hacer. El texto era bueno y si el hombre me lo había proporcionado era porque sabía que serviría para algo. Mercedes preguntaba constantemente qué tanto hacía en el cuarto y por qué cerraba con llave, si no escuchaba el teclear. Yo argumentaba que necesitaba meterme de lleno en la historia, que estaba haciendo borradores a mano. Al poco tiempo de darle vueltas al asunto decidí transcribirla a máquina. Tras escribir, hice las correcciones necesarias con varios colores de pluma para no confundirme. El texto quedó finalmente limpio gracias a la ayuda de Pera, Esperanza Araiza, una mecanógrafa estupenda de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos, entre ellos La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don Luis Buñuel. Mi mujer ha repetido hasta la saciedad que desconfió desde el inicio de ese nuevo libro porque algo había en él que no estaba bien y que tal vez no era tan bueno. No fue así. La editorial Suramericana contrató el libro para una primera edición de diez mil ejemplares; a los quince días, después de mostrarles a sus expertos las pruebas de imprenta, doblaron el tiraje. El resto es historia.
Ahora comienzo a embonar las partes de lo que parecía ser un rompecabezas. Un primer dato es el que me dio hace muchos años una amiga de la ex Unión Soviética: ella encontró a una señora muy mayor copiando Cien años de soledad a mano, cosa que hizo hasta el final. Mi amiga preguntó por qué lo hacía y contestó: “Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro.” Quizá ese manuscrito llegó a aquel hombre y él lo hizo llegar a mí. El asunto es cómo ese hombre se las ingenió para obtenerlo si era una copia posterior a la primera edición y él me la entregó en París siendo yo muy joven, es decir, antes de que Cien años de soledad existiera. ¿Dónde podía estar la solución? En lo que sí hay certeza es que esa señora muy mayor quería conocer mi locura o la de ella, de lo cual infiero que Cien años de soledad es un libro hecho en la locura.
En el gran fajo de hojas amarillas se puede percibir una letra menuda, escrita de modo perfecto, como si hubieran utilizado un renglón invisible para no desviarse. El libro debía tener la clave. En alguna parte tenía escondida su minuciosa carpintería de respuestas. Volví a leer el texto. No había nada extraordinario en su estructura. Recordé con esfuerzo los momentos en que el hombre me entregaba el paquete y huía. Era un hombre de edad avanzada, como de ochenta años, la edad que tengo hoy. Pienso con dolor en lo que pasé durante esos años, desesperado porque nada ocurría. Me haría feliz que ese muchacho del puente que era yo tuviera la experiencia y la madurez que hoy poseo para que pudiera soportar lo que se vendría encima. No hubiera sufrido tanto. A mi mente vienen las noches febriles de mi abuela, hablando sola con sus voces o muertos. Ahora también los escucho. Es como si estuvieran aquí, en este cuarto, tratando de hablar conmigo. Incluso escucho que la abuela los acompaña, que sonríe en la oscuridad y que me hace señas para que la siga. Da terror avanzar. Al otro lado de la puerta está mi mujer esperándome para la cena. ¡No me puedo mover! De pronto mi infancia regresa como en lapsos intermitentes y puedo ver en las tinieblas cómo un espacio se abre en el aire, como si abrieran una matriz en el instante del nacimiento. Ahí está también mi abuelo. Mi abuela lo regaña como en el tiempo en que vivían los dos; hace señas de nuevo. Me levanto con dificultad y me dirijo a la abertura. Ahí, veo las imágenes de mi vida, los viajes por el mundo. Miro a un hombre mayor comprándole a una mujer un gran fajo de hojas. Ese hombre me recuerda a mí mismo. En seguida el hombre, en otra escena, va por un puente y se detiene para entregarle un paquete a un joven que cruza por ahí. Se lo entrega casi llorando. El joven lo recibe sin voltear a verlo. En ese intervalo, puedo observar el rostro: es un anciano, no muy alto, de cabello blanco y crespo, montaraz. Por un instante voltea hacia mí: su cara se impacta contra mis ojos y se retira sin mostrar ninguna sorpresa, como si diera por hecho que yo sabía quién era él. Volteo a ver al joven, quien azorado por la situación, busca con la mirada al hombre que le entregó aquello. Entonces entendí: mi abuela, desde su universo sobrenatural había traspuesto y acomodado los límites de la vida cotidiana porque quería seguir entre nosotros, o cuando menos eso parecía. Poco a poco la abertura se cerró, y en mi cabeza se fue ampliando la idea de que lo que estaba pasando había sucedido siempre, que mi familia vivía y vive en la más completa soledad desde tiempos inmemoriales y que por eso va de un universo a otro como de un cuarto a otro.

Me dirijo a la puerta, Mercedes me está hablando. De reojo me veo en el espejo y descubro con horror que mi rostro se parece mucho al hombre del puente y que el joven que se cruzó en su camino tiene la misma complexión y facciones que yo tenía a esa edad. Del susto paso a la sonrisa cuando llego al comedor, donde esperan la familia y los amigos que hemos invitado para la celebración del ochenta aniversario de un anciano que soy yo, de un premio Nóbel obtenido hace veinticinco años y de una novela que ya no sé quién demonios hizo porque a estas alturas sospecho, después de todo, que nunca dejó de ser mía.

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